La Mansión de la Lujuria [01]
Capítulo 01.
El Pombero.
La mansión Val Kavian se alza imponente en medio de un bosque frondoso y solitario, rodeada de un muro de piedra y una reja de hierro. Rebecca Korvacik se siente atraída por el encanto decadente de la casa, que conserva vestigios de su antiguo esplendor. Está convencida de que ese lugar es perfecto para empezar una nueva vida, lejos de los problemas y las preocupaciones que la agobiaban en la ciudad. Sueña con restaurar la mansión y convertirla en un hogar acogedor y lleno de amor, donde sus hijos puedan crecer felices y su hermana pueda recuperarse de su depresión.
—Es deprimente —dijo Catriel, el único hijo varón de Rebeca.
La fachada es gris y sucia, con ventanas rotas y puertas destartaladas. Las tejas, que alguna vez fueron grises, ahora están cubiertas de telarañas… y algunas ni siquiera sobrevivieron al paso del tiempo.
—Escuché que la gente del pueblo evita acercarse a la mansión —comentó Inara.
—Es cierto —la secundó Lilén, su hermana gemela—. Dicen que aquí ocurren cosas extrañas: ruidos, luces, sombras, apariciones… ¿Por qué tenemos que vivir acá, mamá?
—¿Y si hay fantasmas? —Preguntó Inara, con los ojos muy abiertos.
—No sean tan llorones —dijo tajante Mailén, la mayor de los cuatro hermanos—. A mí tampoco me entusiasma demasiado vivir acá, porque siento que me voy a aburrir todo el día. Pero por lo demás… es solo una casa vieja.
—A mí no me dan miedo los fantasmas —aseguró Catriel—. Lo que me preocupan son las ratas.
—Ay, no… —chillaron Inara y Lilén al unísono—. Ratas, no!
—No creí que la casa estuviera tan deteriorada —comentó Soraya, la hermana mayor de Rebeca—. Les pido disculpas.
De cerca, la mansión resultaba imponente. Al ser construída en la cima de una colina, no había demasiado espacio a lo ancho, por lo que daba la impresión de que toda la casa se había amontonado en el centro.
Se trata de una estructura de dos pisos y medio, con una torre en el centro, justo encima de la entrada principal, rematada con un techo piramidal. Fue construida casi íntegramente con piedra gris. El resto del techo es a cuatro aguas y posee varias buhardillas, la mayoría de ellas anidadas en pontones. Se puede ver un balcón sobresaliendo en el centro de la torre y una pequeña terraza en el techo del ala derecha. Mailén pensó que si ese sitio estuviera limpio y bien iluminado, sería ideal para sentarse a tomar algo fresco en las noches de verano.
A pesar de que muy pocas se pueden ver desde el frente, el techo de la mansión está atravesado por más de una docena de chimeneas, algunas ya un tanto destartaladas.
—Va a ser un desafío restaurarla —dijo Rebeca—, pero no se olviden que ustedes decidieron iniciar este… negocio.
—¿Nosotros? —Preguntó Catriel—. Si la que quería dejar la ciudad eras vos.
—Sí, pero a ustedes se les ocurrió la idea de comprar una casa, restaurarla y venderla.
—En realidad fue idea de la tía Soraya —comentó Lilén—. Nosotros aceptamos porque creímos que sería mejor que buscar trabajo.
—Creo que cometimos un error —dijo Inara.
—¿Acaso pretendían quedarse toda la vida sin hacer nada? —Soraya mostró un semblante serio que solo aparecía cuando intentaba darle una lección de vida a sus sobrinos.
—A mí nunca me molestó la idea de trabajar —aseguró Mailén—; pero tía, sin ánimos de ofender… con lo que mamá gana con sus obras de arte… podemos vivir dos vidas sin necesidad de trabajar.
—No se trata de dinero —intervino Soraya—, sino de que aprendan a asumir responsabilidades. Y desde hoy, esta casa es su responsabilidad. El día que la restauren, podrán venderla… o simplemente vivir en ella.
—Ufa… vamos a terminar de restaurar esto cuando seamos más viejas que la tía —protestó Lilén—. No es justo.
—Ey… ¿qué querés decir con eso? ¿Qué tan vieja creés que soy?
—Más vieja que la casa —respondió Inara, y las dos gemelas comenzaron a reírse.
—Maleducadas —dijo Soraya, con la frente en alto, cargada de orgullo—. Esta casa tiene más de setenta años.
—Igual que vos, tía —dijo Catriel, lo que provocó que las gemelas rieran aún más fuerte.
—¡Tengo cuarenta y ocho! —Respondió, estoica; pero a nadie pareció importarle.
Comenzaron a arrastrar sus valijas hacia el porche. La cerradura de la puerta doble cedió al instante cuando Rebeca usó la gran llave de bronce, pero Catriel y Mailén tuvieron que tirar de cada una de sus hojas con fuerza para poder abrirla.
—Wow, es impresionante —dijo Catriel.
—¿Vieron? Les dije que por dentro era más agradable —comentó Rebeca, mientras entraba cargando una de sus valijas.
—Me refiero a que es impresionante la mugre que tiene esta casa. Vamos a tardar un millón de años en limpiarla.
—Che, ¿pueden ponerle un poquito de buena onda? —Reclamó Rebeca—. Decidí alejarme de la ciudad para evitar las energías negativas… pero se ve que ustedes las trajeron todas.
—Está bien, mamá… —dijo Mailén—. Te vamos a dar una tregua. Al menos hagamos el intento de encarar esto con buen humor. Va a llevar tiempo, pero no tenemos otra cosa para hacer. Además, siempre podemos contratar a alguien del pueblo para que nos dé una mano.
—Preferiría que ustedes se encarguen de todo —dijo Rebeca—. Aunque pueden contratar a alguien para alguna tarea especializada. Por ejemplo: si quieren hacer un arreglo de electricidad, o algo así.
—Me puedo hacer cargo de la electricidad —aseguró Mailén—. Siempre se me dieron bien los cables y las conexiones.
—Y así nos quemaste una heladera —dijo Inara—. Y un lavarropas.
—Y un televisor —se sumó Lilén—. Y la plancha de la abuela…
—Y casi te quedás electrocutada dos veces —completó Catriel.
—Todo eso me sirvió para aprender.
—No vas a tocar ni un solo cable eléctrico, Mailén —sentenció Rebeca—. Para eso contrataremos a alguien. Todo lo demás lo pueden hacer ustedes.
Mailén no insistió porque sabía que sería inútil hacerlo. Ya podría convencer a su madre más adelante, cuando se tranquilizara un poco. Decidió desviar el tema.
—¿Cuántas habitaciones tiene la casa? —Preguntó.
—Doce; pero hay una que está cerrada. Al menos eso me dijeron en la inmobiliara. Lleva más de treinta años clausurada.
—Será cuestión de romper la cerradura —dijo Catriel—. Después la cambiamos.
—Estas cerraduras son muy antiguas —comentó Soraya—. Sería preferible no romperlas, deben costar una fortuna. Mientras más piezas originales tenga la casa, más cara podrán venderla. Intentemos encontrar otra forma de abrirla.
Estaban terminando de entrar todas las valijas cuando Mailén encontró el interruptor de la luz. Era una perilla negra, muy antigua. Le costó levantarla. Se escuchó un zumbido eléctrico y la araña que colgaba en medio del hall de entrada se iluminó.
—Uy, es un milagro —dijo Mailén—. Varios foquitos están quemados, pero algunos funcionan.
Gracias a la tenue iluminación y a que corrieron las pesadas y sucias cortinas de dos ventanas, pudieron admirar mejor el hall de entrada.
Era amplio y justo frente a la puerta principal, había dos escaleras que llevaban al mismo destino. Se unían en la segunda planta, donde había una baranda y una especie de balcón que sobresalía hacia el frente.
—Desde allí los dueños de la casa recibían a sus invitados —comentó Soraya—. Es una forma muy ostentosa de presentarse.
—El hall es muy grande y está muy vacío —dijo Rebeca—. Espero que, después de acondicionarlo, lo decoren un poco. No vendría nada mal tener algunas plantas.
—Además de la habitación cerrada, ¿hay alguna otra sorpresa que nos podamos encontrar? —Preguntó Catriel.
—No lo creo —respondió Rebeca—. Aunque cuando hablé de habitaciones me refería solo a los dormitorios. Hay muchas salas en la casa.
—¿Como cuáles? —Preguntó Inara—. ¿Alguna biblioteca? Espero que haya libros antiguos, de cosas extrañas… como brujería o magia negra. Esta casa tiene toda la pinta de tener esa clase de libros.
—No, Dios te salve María… —Soraya se persignó, un acto reflejo de sus tiempos como monja—. Espero que no haya nada parecido.
—Sé que hay una biblioteca, me hablaron de ella —dijo Rebeca—, aunque no sé dónde está. Tendrán que buscarla. También sé que hay sótano… por el momento no se acerquen ahí. Antes deberíamos fumigar un poco. También hay un gran comedor, un salón de fiestas, y algunas “salas de estar” desperdigadas por la casa. Elijan la habitación que más les guste, yo voy a usar el estudio, que me dijeron que es bastante amplio, para armar mi taller de pintura.
—¿Y hay baño? —Preguntó Lilén, asustada—. Decime por favor que hay baño…
—Sí, todas las habitaciones tienen su propio baño… y sé que hay más. Debe haber como veinte baños en total.
—Uf… eso me tranquiliza. Tenía miedo de que tengamos que usar un excusado en el medio del bosque.
—Acá encontré el comedor —dijo Inara, luego de abrir una puerta del ala derecha—. La mesa sirve y creo que las sillas también.
—Uy, vamos a sentarnos… —dijo Rebeca—. Me duelen las piernas de tanto viajar.
Para llegar hasta el remoto pueblito llamado El Pombero tuvieron que viajar en ferry durante tres horas por los interminables brazos del Paraná. No tenían una idea exacta de dónde se encontraban, solo sabían que estaban en algún lugar de la frontera de Entre Ríos con Corrientes.
—Dios bendito, necesitaba sentarme —exclamó Soraya cuando pudo sentarse, la silla era cómoda y bien mullida. Estaba algo sucia por la acumulación de polvillo; pero en ese momento no le importó.
—Muy bien, ¿cuál es el plan de acción? —preguntó Rebeca a sus hijos.
—Deberíamos darle prioridad a las habitaciones que vamos a usar —comentó Catriel—. Los dormitorios que elijamos, el taller de arte, y la cocina… porque me imagino que habrá una cocina.
—Seguramente —dijo Soraya—. También debe haber un almacén, para la comida.
—Y hablando de comida —dijo Inara—. ¿Alguien sabe qué carajos vamos a comer? Ya se nos terminaron los sandwiches.
—Podemos buscar algo de comida en el pueblo, para pasar unos días —dijo Rebeca—, al menos hasta que podamos hacer las compras.
—¿Hay un supermercado cerca? —Preguntó Lilén.
—Em… no, hija… acá no hay supermercados. La gente suele vivir de la caza y de la pesca. Lo que queramos comprar, se lo tenemos que encargar con tiempo.
—Ay, dios… ¿nos mudamos de provincia o de época? —Ironizó Lilén—. ¿Viajamos a la edad media?
—No es tan grave como te imaginás —dijo Rebeca—. Es solo cuestión de acostumbrarse a encargar comida en grandes cantidades. Para eso está el almacén de la cocina. Me dijeron que contamos con frigorífico propio. Por suerte todo el pueblo tiene luz eléctrica, así que no dependemos de generadores. Aunque deberíamos tener combustible almacenado, por si se corta la luz.
—Mmm… todo esto no me entusiasma mucho —dijo Lilén—. Pero ahora solo puedo pensar en comida. Me muero de hambre. Vayamos al pueblo, a buscar algo.
—Este… em… prefiero que vaya Mailén, Catriel la puede acompañar.
—¿Por qué yo, mamá? —Preguntó Mailén.
—A ver… esto les va a parecer una tontería, pero en este pueblo hay gente muy supersticiosa. La dueña de la inmobiliaria me aconsejó que no viviéramos en El Pombero… por nuestro color de pelo.
—¿Eh? ¿Qué carajo tiene que ver eso? —Preguntó Inara.
—En este pueblo consideran de mala suerte a la gente pelirroja —dijo Soraya—. Sí, es una tontería, como bien dijo Rebeca; pero es así. Por eso es mejor que ustedes no se acerquen al pueblo, al menos de momento.
Las gemelas se miraron la una a la otra, fue como verse en un espejo que solo les cambiaba el color de la ropa. Ambas tenían un pelo naranja intenso, y grandes ojos verdes. Sería imposible disimular esos rasgos, a menos que se tiñeran… hasta las cejas.
—¿Eso significa que no podemos salir de la casa? —Quiso saber Lilén—. Y vos mamá tampoco… y la tía Soraya… somos todas pelirrojas.
—Si van a poder salir —aseguró Rebeca—. Solo que es mejor hacerlo de a poco, cuando la gente del pueblo se haya acostumbrado a tener gente nueva. De momento es mejor que todos los asuntos con la gente local los manejen ellos dos. Mailén tiene el pelo negro, y el de Catriel es algo rojizo; pero bien oscuro. Parece marrón. No creo que nadie se de cuenta.
—Repito: ¿Estamos viviendo en la edad media?
—Sé que no va a ser fácil al principio —dijo Rebeca—. Pero me dijeron que la gente del pueblo suele ser hospitalaria… al menos la mayoría. Eso sí, me advirtieron que son sumamente supersticiosos… y que tienen algunas creencias un tanto extrañas. No importa qué les digan, limítense a seguirles la corriente y no discutan.
—Eso te lo dice específicamente a vos, Mailén —comentó Catriel—. A vos te encanta discutir con la gente… en especial los que tienen “creencias absurdas”.
—Voy a hacer mi mayor esfuerzo por no discutir con nadie —aseguró Mailén—. Aunque me da un poco de miedo de que mamá termine creyéndose las supersticiones de los pueblerinos. Espero que eso no ocurra, ya suficiente tengo con los discursos sobre chakras y “energías positivas”.
—Y con la religión de la tía —acotó Indara.
—A la tía la banco un poco más —dijo Mailén, como si su madre y Soraya no estuvieran allí—. Ella fue monja durante muchos años; pero lo dejó… por algo debe ser. Se nota que ya no cree tanto como antes.
—Los problemas de fe que yo tenga o pueda tener, los voy a tratar con el Señor —dijo Soraya—. Dejé los hábitos porque consideré que esa vida ya no era para mí, no porque haya dejado de creer.
—En fin, volviendo a lo que nos importa —intervino Inara—. ¿Cómo vamos a dormir? Si esta casa lleva veinte años abandonada, los colchones deben ser una ruina.
—Por eso no se preocupen —dijo Rebeca—. Antes de viajar hasta acá pedí que nos trajeran algunas cosas básicas. Compré un colchón nuevo para cada uno, además de varios juegos de sábana. También toallas y toallones. Todo debe estar guardado en alguna parte de la casa, me aseguraron que ya lo habían entregado.
—¿Y qué hay de las cosas que yo encargué? —Preguntó Catriel.
—Eso también debe estar en alguna parte.
—¿Qué encargaste? —Preguntó Lilén.
—Herramientas que nos pueden servir para iniciar la restauración. Dos hidrolavadoras; dos lustraspiradoras, de las industriales; dos aspiradoras de mano; serrucho, clavos, martillos, destornilladores… ah, y focos nuevos. Pedí varios de esos.
—Uf, mejor… no quiero andar por esta casa con las luces apagadas —dijo Lilén—. De noche debe estar lleno de fantasmas…
—No digas tonterías —dijo Rebeca, quien sintió un escalofrío con solo imaginarse viendo una sombra moviéndose en la noche—. En esta casa no corremos ningún peligro. Aunque… no se adentren mucho en el bosque que está detrás. Estamos en el medio del monte, puede haber muchos animales peligrosos, como yacarés o pumas.
—En esta zona puede haber yaguaretés, —dijo Mailén—. No sé si serán más o menos peligrosos que los pumas; pero igual dan miedo.
—También hay carpinchos —dijo Inara.
—Ay, no qué asco —exclamó Lilén—. Odio los carpinchos. Me muero si llego a ver uno.
Su hermana gemela, que ya sabía esto, comenzó a reírse a carcajadas.
—No entiendo cómo podés tenerle miedo a los carpinchos, son adorables.
—Literalmente son las ratas más grandes del mundo.
—Ratas, no —dijo Mailén—. Roedores. Son los roedores más grandes del mundo.
—¡Es lo mismo!
—Bueno, me voy a cambiar la ropa —dijo Mailén—, estoy toda transpirada. La humedad y el calor son insoportables. Después vamos a buscar algo para comer.
¨¨*¨*¨*¨*
Catriel fue a revisar que las herramientas estuvieran en perfectas condiciones. Las encontró en lo que parecía ser un viejo garaje, le resultó extraño que esta mansión tuviera un espacio para guardar vehículos, porque no había camino por tierra para salir del pueblo. El Pombero está rodeado por un río que serpentea por el oeste, el norte y el este. El sur está todo cubierto por árboles y maleza, es imposible manejar por ahí. Pensó que quizás el garaje servía para guardar lanchas, aunque está bastante lejos de la orilla más cercana.
Todo había sido entregado en óptimas condiciones, allí también estaban los colchones, le agradó comprobar que eran de excelente calidad. Al menos podrían dormir cómodos… si es que no hacía demasiado calor. La mansión no parecía mostrar señales de aire acondicionado.
Vio que su madre se había aprovisionado con lienzos, atriles, pinceles y pinturas acrílicas y al óleo. Eran pocos materiales, en comparación a la cantidad con la que solía trabajar; pero al menos le serviría para mantenerse activa durante unas semanas.
Luego de la comprobación fue en busca de su hermana, subió por una de las escaleras y llegó a un pasillo. Había habitaciones para ambos lados, encaró hacia la derecha porque vio una luz encendida. Al asomarse se llevó una gran sorpresa. Encontró a Mailén con el torso desnudo. Se quedó paralizado, por suerte su hermana estaba en proceso de pasar la blusa por su cabeza, así que no logró verlo. Catriel se escondió de inmediato en el pasillo y se quedó con la imagen de las tetas de su hermana grabada en la retina. Estaba anonadado. Esos pezones parecían estacas apuntando hacia arriba. Los senos de Mailén no eran tan grandes como los de Rebeca, o los de Soraya; pero sí eran perfectamente redondos y exageradamente firmes. Catriel se preguntó en qué momento su hermana había crecido tanto. Ella ya cuenta con veintiún años y él nunca había sido consciente, hasta ahora, de que ya era toda una mujer. Inara y Lilén, que ya tienen dieciocho, no cuentan con un cuerpo tan llamativo como el de Mailén, y mucho menos con tetas tan redondas y firmes.
Cuando Mailén salió del cuarto Catriel vio que se había puesto una blusa deportiva con un escote bastante pronunciado. Podía ver la parte superior de las tetas y la protuberancia de los pezones se podía adivinar debajo.
—Em… ¿vas a salir con eso?
— ¿Qué tiene de malo? —Preguntó Mailén, mirando sus pechos.
—Es que… se te ven mucho las tetas, hermana. Y ya te imaginarás que en este pueblo la gente debe ser medio chapada a la antigua. No creo que sea prudente andar con tanto escote.
—Eso es problema de ellos. Me estoy muriendo de calor, Catriel.
—¿Ni siquiera te vas a poner corpiño?
—No, el corpiño es lo peor. Deben hacer cuarenta y cinco grados, con más de 90% de humedad. Esto es un infierno…
—Está bien, pero después no digas que no te advertí.
A Mailén le pareció simpático que su hermano la cuide de esa manera; sin embargo no le gusta que le digan lo que puede hacer y lo que no.
Bajaron por la ladera de la colina, el camino estaba muy deteriorado y llegaron a la conclusión de que deberían restaurarlo cuanto antes. Colocar piedras nuevas, cortar la maleza y quitar algún que otro tronco caído en el camino.
La primera vista que recibieron de El Pombero fue la de varias casas con techos de teja roja a dos aguas. Parecían casas coloniales, aunque en su mayoría se encontraban en buen estado. Solo alguna que otra había caído en el abandono. Una de las casas tenía un árbol sobresaliendo del tejado.
—Me parece que ahí ya no vive nadie —comentó Mailén.
—Es una pena que esté tan abandonada. Podríamos averiguar a quién pertenece la propiedad, comprarla y restaurarla.
—Creo que primero deberíamos concentrarnos en la mansión.
—Lo voy a anotar como un proyecto a futuro.
—Mirá, ahí hay una carnicería… no lo puedo creer —la cara de Mailén se iluminó de alegría—. Aunque parece algo vieja…
—Aprovechemos, porque debe ser la única de todo el pueblo.
Ingresaron por la puerta principal, la carnicería no era distinta a las demás casas, a no ser por el gran cartel de madera que colgaba a la altura del techo. Solo había sido acondicionada con unos mostradores refrigerados. La mayoría estaban vacíos, y eso desilusionó a Mailén.
—¿Hola? —Dijo Catriel.
Casi al instante apareció un hombre por la puerta que estaba detrás del mostrador. Era corpulento, barbudo y con pelo negro entrecano. Los miró con cara de pocos amigos.
—¿Quiénes son ustedes? —Preguntó el hombre, con un grave vozarrón.
—Hola, mi nombre es Mailén Korvacik y este es mi hermano Catriel. Acabamos de mudarnos al pueblo. Vamos a vivir en la mansión Var Kavian.
Al hombre casi se le salen los ojos de las cuencas, de pronto su actitud amenazante se borró y pareció asustado.
—¿Están locos? ¿Quién en su sano juicio viviría en esa casa?
—Sabemos que está algo deteriorada —dijo Catriel—; pero vamos a restaurarla.
—No creo que las tejas sueltas y las tablas rotas sean el principal problema de esa mansión —comentó el tipo, mientras repasaba la mesada con un trapo, de forma automática.
—Si se refiere a los rumores de que allí ocurren “cosas extrañas”, eso no nos asusta.
—Hablarás por vos, hermana… porque Inara y Lilén están muertas de miedo.
—Deberían tomarse más en serio esos rumores —sentenció el hombre, volviendo a mostrar un semblante serio—, por algo comenzaron.
—Muy bien, lo tomaremos en cuenta —dijo Mailén—. De momento queremos concentrarnos en algo más urgente: la comida. ¿Qué tiene para ofrecer?
—No mucho. Eso de allá —señaló varios cortes en el mostrador de la izquierda—, es carne de venado. Muy fresca. Lo de allá —señaló el mostrador de la derecha—, es pato recién cazado.
—Em… ¿y no tiene nada de carne de vaca? ¿o pollo?
—Si quieren pollo, pueden pedirle a doña Gregoria que mate alguna gallina. Más fresco que eso, imposible.
—Mmm… —a Mailén no le pareció nada agradable la idea de sacrificar una gallina sólo porque ella tenía hambre. A los pollos del supermercado no tenía que escucharlos cacarear.
—Y vaca… puede que tenga algo en la cámara frigorífica. Esperen.
El hombre se perdió de vista durante unos minutos. Mailén y Catriel debatieron la posibilidad de comprar algo de venado, que no tenía mala pinta; pero temieron que Inara y Lilén se negaran a comerlo. Por suerte el carnicero regresó con una gran bolsa con lo que parecía ser una pata casi completa de una vaca.
—Tengo esto. Está congelado… es la única forma de conservar la carne por estos lados. Pero con el calor que hace, si lo dejan afuera en unas horas lo van a tener listo para trozar. Eso sí, una vez que lo descongelen, tendrán que cocinarlo todo. Estoy harto de explicarle a los ignorantes del pueblo que si la carne pierde la cadena de frío, no conviene volver a congelarla… porque se pone fea igual.
—Es un montón —dijo Catriel—. ¿Cuántos kilos tiene eso?
El carnicero puso la bolsa en la balanza y luego dijo:
—Catorce kilos.
—A la mierda… no podemos comer tanto. ¿No tiene porciones más pequeñas?
—Lo siento, pero no. Estábamos guardando esto para alguna ocasión especial… un cumpleaños o algo así.
—Llevemos el venado —dijo Catriel—. Si Inara y Lilén protestan, que se queden sin comer.
—¿Cuánto van a llevar?
—Unos tres kilos —dijo Catriel, calculando medio kilo por persona—. ¿Usted cómo se llama?
—Arturo Blasi, para servirles —dijo, mientras preparaba los cortes—. ¿Cómo van a pagar?
—En efectivo —dijo Mailén.
—Mmm… eso no sirve de mucho acá. El dinero solo tiene utilidad para comprar en la ciudad. Por lo general acá usamos el trueque. Por esta vez les acepto el dinero; pero les recomiendo que para la próxima vez consigan algo para intercambiar.
—Ah, ya veo… ¿y qué tipo de artículos usan para el intercambio?
—Comida, ropa, muebles, libros… o servicios.
A Mailén le incomodó mucho que dijera “servicios” justo en el momento en que le miró las tetas. Ya se estaba arrepintiendo de no haberle hecho caso a su hermano.
—Muy bien, lo tomaremos en cuenta —dijo Catriel, aceptando la bolsa con la carne. Mailén le entregó el dinero—. La próxima vez le traeremos algo más útil. Muchas gracias.
—Adiós… y si valoran su cordura, no se queden durante mucho tiempo. Esa casa se come la mente de la gente que vive allí.
—Muchas gracias por la advertencia, pero por ahora nos vamos a quedar —dijo Mailén—. ¿Dónde podemos encontrar una verdulería?
—Lo más cercano a eso sería el mercadito de los Zapata, a cien metros de acá —respondió Arturo Blasi, señalando hacia el norte—. Tiene un poco de todo… y mucho de nada.
Esa frase resultó ser muy cierta. En el mercadito en cuestión los atendió un hombre muy delgado que se presentó como Ciro Zapata, el dueño. Las estanterías eran pocas y estaban casi vacías. Compraron un kilo y medio de papas, que era todo lo que había en el rubro “vegetales” y Mailén preguntó si vendía yerba.
—¿Pensás tomar mates con este calor? —Preguntó Catriel— ¿Estás loca?
—Me gusta tomar mates, no me da calor. Y me ayuda a pensar.
—Lo siento mucho, pero no tengo —dijo Ciro Zapata—. Si quieren yerba mate o alguna otra cosa que no esté disponible en el mercadito, deberán encargarle a Marina y Jorge Catena. Ellos se encargan de viajar a la ciudad una vez cada dos semanas para comprar todo lo que la gente del pueblo les pida. Y les recomiendo que se apuren, porque pasado mañana salen, sino van a tener que esperar dos semanas más.
—Muchas gracias por la información —dijo Mailén.
Salió del mercadito con su hermano sintiendo, una vez más, que estaban viviendo en la edad media. Vivieron toda su vida en un barrio bien acomodado de Rosario, allí era muy fácil conseguir de todo. No podía creer que tuviera que esperar varios días para conseguir un mísero paquete de yerba. La vida en El Pombero sería más difícil de lo que se había imaginado.
¨¨*¨*¨*¨*
Regresaron a la mansión con la carne y, como habían imaginado, Inara y Lilén protestaron.
—Wacala, no quiero comer venado —chilló Lilén.
—Ni yo —la secundó su hermana gemela.
—No sean caprichosas —dijo Soraya—. Estoy segura de que nunca probaron la carne de venado. No saben lo rica que es.
—Además, es lo único que hay —aclaró Catriel—. Si no les gusta, pueden comer papas solas… o nada. —Las gemelas miraron la carne con asco, pero la idea de quedarse sin comer les aterraba más que la exploración culinaria—. Voy a cocinar todo a la parrilla. Agradecería que junten algo de leña… y apurense, porque ya está oscureciendo.
Una vez más Inara y Lilén protestaron por tener que ser ellas las que debían juntar leña; pero sus hermanos mayores se defendieron alegando que ellos habían conseguido lo más importante: la comida.
Comenzaron a recolectar ramas secas de la parte trasera de la casa. Aprovecharon para perder el tiempo tirando algunas piedritas al arroyo que cruzaba todo el patio trasero a lo ancho.
—Al menos esto es lindo —dijo Lilén—. Si cortamos un poco los yuyos, nos va a quedar un bonito patio con arroyo.
—Sí, aunque el bosque da un poco de miedo… no se ve nada… y cuando oscurezca del todo, se va a ver todavía menos.
—Lo peor de todo es que la mayoría de las piezas tienen ventanas con vista al bosque —dijo Lilén—. Y vi algunas con espejos enormes… no sé para qué serán.
—¿Espejos?
—Sí, ocupan una pared casi completa. Vi tres habitaciones con eso.
—Qué raro… ¿para qué querrán espejos tan grandes? Bueno, juntemos la leña, antes de que oscurezca más. Este bosque ya me da miedo.
Lilén comenzó junto el montón de leña y ramas que había logrado acumular y en el momento en que se irguió otra vez, notó que algo se movía entre los árboles… era una figura humana… una silueta, cortando la penumbra.
—¡¡Ay, la concha de mi madre… ay, no… no…!!
Lilén tiró todo, las ramas volaron por los aires y antes de que tocaran el piso la chiquilla ya había cruzado la mitad de la distancia que la separaba de la casa. Inara no tenía ni la más mínima idea de qué pudo haber asustado tanto a su hermana, pero no quiso quedarse a comprobarlo. Arrojó la leña y corrió detrás de Lilén tan rápido como pudo.
—¿Qué pasa, qué pasa? —Preguntó Rebeca, cuando vio entrar a sus hijas presas del pánico.
—Un fantasma, mamá… vi un fantasma… lo juro… era horrible. Todo negro… la puta madre, me quiero ir de acá.
Lilén estaba al borde de las lágrimas e Inara miraba para todos lados, pálida y con los ojos desencajados.
—No digas boludeces —intervino Mailén, que había estado lavando las papas con ayuda de su tía—. ¿Cómo vas a ver un fantasma, si no existen?
—Sí existen —dijo Lilén, haciendo puchero—. Yo lo vi. Está ahí afuera… en el bosque, del otro lado del arroyo.
Catriel dejó el cuchillo sobre la mesa, limpió sus manos con un trapo húmedo y salió de la cocina en dirección a las escaleras principales. Toda su familia lo siguió.
—Vení, Lilén… decime dónde viste ese fantasma —dijo el muchacho al entrar en una de las tantas habitaciones.
Lilén, aferrada al brazo de su madre, se acercó al ventanal con cautela. Todos analizaron el panorama, pero solo había bosque, penumbras y el zumbido constante del arroyo.
—¿Ves? No hay nada —dijo Mailén—. Te dije que los fantasmas no exist…
—¡Ahí está! —Gritó Lilén, señalando hacia un punto concreto del bosque—. Ahí está… ¿lo ven? ¿lo ven?
Por más que Mailén no crea en fantasmas, no pudo evitar que se le congelara la sangre. Un escalofrío cruzó por su columna vertebral y sintió cómo los ovarios se le subían a la garganta. Ella también podía verlo.
Era una silueta difusa, pero sin dudas parecía humana. Podía identificar una cabeza, una piel extremadamente pálida y unos ojos brillosos. La figura se movió rápido y desapareció de la vista en un instante.
—Ay, mamita querida —dijo Soraya, y comenzó a persignarse de forma compulsiva—. Dios te salve María, llena eres de gracia, el señor es contigo…
— ¿Lo vieron, verdad? ¿Eh? Porque yo no estoy loca, sé lo que vi…
—Sí, hija… lo vimos —dijo Rebeca, que estaba tan pálida como el mismo ser que habían visto en el bosque—. Soraya, quiero crucifijos en todas las habitaciones que usemos para dormir. Si no tenés tantos, improvisalos con lo que encuentres: palos, tablas, pinceles… lo que sea.
—Ya mismo me pongo con eso —Soraya salió de la habitación a paso rápido.
—Los crucifijos me dan miedo —dijo Lilén, apretando el brazo de su madre.
—A vos todo te da miedo —dijo Inara, que no estaba menos asustada que su hermana—. No te preocupes, yo voy a dormir con vos.
—Eso lo decís porque vos no querés dormir sola —dijo Mailén.
—Me da igual —contestó Lilén—. Quiero que alguien duerma conmigo. Y mañana mismo nos vamos de acá… para siempre.
—Lo siento, hija —Rebeca acarició el pelo rojizo de su hija—. No podemos darnos por vencidos tan fácil. Puede que en esta casa haya cosas… extrañas; pero es nuestra casa. Si tenemos que llamar a un exorcista, lo vamos a hacer.
—No sean tan exagerados —dijo Mailén, poniendo los ojos en blanco.
—Callate, conchuda —chilló Lilén—, vos viste lo mismo que nosotros. Era un fantasma. ¿Cómo querés que reaccionemos?
—Si todos pudimos verlo, entonces es porque alguien estaba ahí —respondió Mailén—. No es un fantasma. Tiene que ser una persona… quizás alguien del pueblo.
—Esa es una posibilidad —dijo Catriel—, aunque tampoco descarto que pueda tratarse de un fantasma. Hay que tener cuidado. ¿La tía podrá conseguir algo de agua bendita? Eso podría servir.
—Quizás en este pueblo haya algún cura… y una capilla —dijo Inara—. Mañana vamos a buscarlo, yo te acompaño… me taparé el pelo con algo, de ser necesario.
¨¨*¨*¨*¨*
La cena transcurrió prácticamente en silencio. Catriel tuvo que cortar toda la carne y las papas en trozos pequeños, porque él fue el único con suficiente criterio como para empacar una cuchilla de cocina y un tenedor. Ni siquiera tenían platos. Las demás tuvieron que pinchar la comida con escarbadientes, directamente de la tabla parrillera de Catriel.
El muchacho, molesto por esta falta de organización, dijo que deberían poner en primer lugar de la lista de compra platos, vasos y cubiertos.
—Perdón —dijo Rebeca—. Creí que la casa tendría todo eso. Me sorprendió encontrar los muebles de cocina completamente vacíos. La carne de venado te quedó muy rica, es de lo mejor que probé en meses.
A pesar de que aún seguía ofuscada por su encuentro con el fantasma, Lilén también pensó que la carne estaba deliciosa, sin embargo no lo dijo. La primera jornada en su nueva casa había sido un desastre y tenía miedo de que la situación siguiera empeorando.
¨¨*¨*¨*¨*
Catriel no estaba seguro de lo que había visto en el bosque; pero había algo allí… algo potencialmente peligroso. Antes de acostarse a dormir, y sin decirle nada a su familia, salió por la puerta trasera para hacer una pequeña ruta de guardia con la linterna en la mano.
Cruzó el arroyo y alumbró el piso en un absurdo intento por encontrar huellas. “Sí, claro… como si yo fuera rastreador profesional”, se recriminó. Aunque le costara admitirlo, él es un bicho de ciudad. No está preparado para hacerle frente al monte, a la espesura…
Alumbró entre los árboles y solo se encontró con eso… más árboles. No había nada allí. Se le heló la sangre de solo imaginar que en cualquier momento un par de ojos espectrales lo mirarían desde el fondo de ese abismo de oscuridad; pero nada ocurrió. El sonido era incesante; pero tranquilizador. Chicharras y grillos cantando a coro, ranas croando, algún pájaro nocturno cantando… una lechuza ululando. Nada de qué preocuparse.
Apagó la linterna y volvió a cruzar el arroyo, cuando se estaba acercando a la mansión vio que la ventana del segundo piso estaba iluminada. Era la de una esquina. Dentro de esa habitación vio a su madre.
Rebeca no notó la presencia de su hijo. Se acercó a la ventana, miró hacia el bosque y luego comenzó a quitarse la ropa. Catriel se quedó petrificado al ver las grandes tetas de su madre apareciendo detrás de la ventana. No era la primera vez que las veía, Rebeca ya había tenido otros accidentes como este en el pasado; pero esta vez fue más lejos, porque Catriel pudo presenciar como su madre se quedaba completamente desnuda. Incluso llegó a ver el rojizo vello púbico coronando su vagina.
“Mierda… esto no es bueno —se lamentó Catriel—. Espero que en este pueblo haya algunas chicas lindas, sino la voy a pasar mal”.
Catriel estaba acostumbrado a tener suerte con las mujeres, en especial con las relaciones de una sola noche. Era un chico muy atractivo para el sexo femenino y en la ciudad no se le dificultó nunca encontrar a alguien con quien coger. Pero aquí… ¿en el medio de la nada? ¿en un pueblito tan conservador?
Sin dudas ver las tetas de su madre… o las de su hermana, no ayudaba para nada.
Siguió su camino, antes de que Rebeca lo descubriera. No quería asustarla.
¨¨*¨*¨*¨*
A Mailén no le hizo ninguna gracia tener que dormir con un crucifijo colgado en la pared frente a su cama.
—Es por tu propio bien —le dijo Soraya, mientras lo colgaba.
Lo había fabricado con dos ramas secas, las cuales ató con varias vueltas del hilo de embalaje que estaba entre las herramientas de Catriel.
—Pero yo soy atea —protestó Mailén—. No creo en esas cosas.
—No me digas eso, me hace muy mal y lo sabés. Preferiría tener una sobrina lesbiana, antes que una atea.
—No soy lesbiana, pero a lo de atea te vas a tener que acostumbrar. Lo voy a dejar por esta noche, para que te quedes tranquila. En cuanto me canse, lo voy a sacar.
—Ok, pero que ni se te ocurra tirarlo a la basura. Improvisado o no, sigue siendo un crucifijo, y es sagrado.
Mailén puso los ojos en blanco. No podía entender cómo dos palos que juntaron del bosque de pronto podían convertirse en un objeto sagrado.
¨¨*¨*¨*¨*
Lilén estaba acostada mirando hacia la puerta, a su espalda se encontraba Inara, respirando lentamente. Probablemente ya se había quedado dormida. La pobre Lilén estaba debatiéndose entre dejar la puerta abierta o cerrada, no sabía cuál de las dos cosas le daba más miedo. Cerrar la puerta podría significar quedarse encerrada, si algún “ente maligno” se aparecía dentro del cuarto. Pero dejarla abierta le generaba la incómoda compulsión de mirar hacia al pasillo oscuro, buscando algún movimiento entre las sombras.
El cansancio comenzó a vencerla de a poco, sus párpados se volvieron pesados. Estuvo a punto de quedarse dormida cuando lo vio.
Todos sus sentidos se pusieron en alerta, las alarmas internas sonaron y su corazón empezó a repiquetear a todo ritmo. No gritó porque no pudo. El susto la dejó congelada.
Allí, justo frente a ella, en el oscuro umbral de la puerta, había algo… o alguien. Era apenas visible; pero estaba segura de estar frente a una presencia. Una silueta espectral, aún más negra que la noche misma, y un rostro pálido que la miraba fijamente. La sangre se le heló en las venas. Intentó sostenerle la mirada al espectro (o a lo que fuera que estaba viendo), con la esperanza de que se supiera observado y se fuera. Pero no se movió, la figura siguió allí, inmóvil. Silenciosa. Expectante.
Lilén no pudo soportarlo más y giró en la cama, quedando cara a cara con su hermana. La abrazó tan fuerte que la despertó.
—Ey, ey… ¿qué pasa? —Preguntó Inara, confundida.
—Tengo miedo —chilló Lilén con voz de ardilla.
—Oh… tranquila, tranquila… no pasa nada. —Inara ya estaba acostumbrada a las “crisis de pánico” de su hermana gemela—. Respirá hondo y relajate, ya te vas a quedar dormida.
—No puedo… te juro que no puedo. ¿Podrías… hacer eso?
—¿De qué hablás, Lilén?
—Ya sabés de lo que hablo. No me hagas decirlo en voz alta.
—Mmm… sí, ya sé. Pero le prometimos a mamá que no lo haríamos más. Nos hizo jurar ante la biblia.
—Lo sé, lo sé… pero lo necesito. Sino no te lo pediría. Siento que me voy a volver loca.
—Ok, ok… tranquila —Inara pasó la mano por una de las nalgas de su hermana. Como hacía tanto calor, habían decidido dormir prácticamente desnudas. Solo tenían puesta la bombacha—. Lo hacemos… pero solo un ratito. ¿Si?
—Okis… y gracias. Te quiero mucho.
—Yo también te quiero, sonsa.
Inara besó la frente de su hermana al mismo tiempo que le bajaba la bombacha. Lilén hizo lo mismo con la de ella, porque “hacer esto” implicaba que las dos participaran, de lo contrario no tenía gracia. No se quitaron la ropa interior del todo, no hacía falta, con que llegara hasta las rodillas era suficiente.
La mano de Lilén llegó hasta el vello púbico de su hermana, algo que las dos usaban con orgullo, porque era la forma de demostrar que eran pelirrojas naturales. Lilén se quedó allí, acariciando los pelitos, esperando a que Inara diera el primer paso. Su gemela entendió el mensaje.
Inara puso su mano en la cara interna del muslo de Lilén y fue subiendo lentamente, hasta que hizo contacto con algo tibio y húmedo. Con un ágil movimiento de los dedos, encontró el clítoris y comenzó a acariciarlo lentamente, formando pequeños círculos. Lilén sonrió y fue en busca del clítoris de su hermana y lo acarició de la misma forma.
Las gemelas ya tenían un buen historial en esta práctica, y en más de una ocasión fueron descubiertas por su madre. Rebeca es una mujer que parece etérea, como si viviera en otro plano de la realidad, donde los problemas no pueden afectarla. Sin embargo, si hay una cosa en el mundo capaz de alterarla, es ver a sus hijas tocándose mutuamente.
La última vez que las sorprendió haciéndolo, tuvo una crisis de nervios. Las gemelas se defendieron alegando que para ellas no contaba como una experiencia lésbica, ni una incestuosa, que eran los factores que más aterraban a Rebeca. “Es como pajearse mirando a un espejo”, comentó Lilén. “Así es, mamá —añadió Inara—. Pasamos tanto tiempo juntas y somos tan idénticas, que casi somos la misma persona. Si vos tuvieras un clon, ¿no le pedirías ayuda para masturbarte?”. Rebeca no supo qué responder a eso, no entendía a qué nivel llegaba la complicidad de las gemelas. Es cierto que hacen prácticamente todo juntas. Casi siempre duermen en la misma cama; se levantan y se acuestan a la misma hora; generalmente comen lo mismo; y hasta se bañan juntas. Rebeca consideró que para ellas debe ser tan normal ver a la otra desnuda, como verse a sí mismas frente al espejo.
Sabía que sus hijas a veces se masturbaban juntas, ya las había sorprendido haciéndolo. Pero una cosa era ver a cada una tocando su propia vagina, aunque compartieran la cama, y otra muy distinta era que se tocaran entre ellas. Esto ya era ir demasiado lejos.
Sabiendo que no podría convencerlas de que dejen de compartir los momentos de “autosatisfacción”, justo antes de hacerles jurar ante la biblia, Rebeca negoció que podían masturbarse al mismo tiempo… incluso en la misma cama; pero sin contacto físico entre ellas. Las gemelas accedieron y desde ese incidente (apenas un par de meses atrás), hasta el día de hoy, no faltaron a su palabra ni una sola vez.
Y ahora les bastó con tocarse un poquito para recordar la inmensa satisfacción que es tener una mano ajena (y habilidosa) para que te masturbe. Ganaron un buen ritmo en pocos segundos. Con dos dedos masajearon el clítoris de la otra y sintieron cómo la humedad comenzaba a brotar de sus sexos. Lilén apoyó los labios sobre la boca de su hermana y su hermana le respondió con un cálido beso.
Rebeca las había visto besarse, incluso con la ropa puesta. Lo que más le incomodaba era que los besos entre las gemelas no parecían inocentes. Se asemejaban mucho a dos amantes apasionadas que buscaban comerse la boca la una a la otra. Negociar que dejaran de besarse le costó más, y al menos le pidió que lo hicieran con discreción, sin que sus hermanos las vieran… sin que nadie las viera.
Tras un minucioso (y necesario) interrogatorio, Rebeca se sintió aliviada de que sus hijas no hubieran llevado estos toqueteos aún más lejos. Nunca usaron sus bocas en la vagina de la otra, aunque… “Sí, mamá… nos metemos los dedos”, le dijo Lilén, con una tranquilidad pasmosa.
Y allí estaban, en ese oscuro cuarto de la mansión, explorando con los dedos el interior de la vagina de su hermana. Los gemidos quedaron ahogados por los besos. Sabían que si metían la lengua en la boca de la otra, les resultaría aún más difícil gemir… y que alguien las descubra.
Estuvieron tocándose sin parar, y sin dejar de besarse, durante largos minutos, hasta que ambas llegaron a tener un pequeño orgasmo. Como si las gemelas tuvieran la líbido sincronizada, el momento del clímax les llegó casi al mismo tiempo. Ahí se masturbaron más rápido, aceleraron el ritmo de sus dedos tanto como pudieron, y ahogaron los gemidos mordiendo el labio inferior de la otra en repetidas ocasiones. Después empezó la desaceleración. Bajaron el ritmo lentamente, hasta que las dos estuvieron satisfechas.
—Gracias, hermana… lo necesitaba —dijo Lilén.
—Me alegra que te haya servido. Espero que ahora puedas dormir.
—Sí, seguramente… ya tengo sueño.
Lilén cerró sus ojos. Inara dio un vistazo por encima del hombro de su hermana y un grito se le quedó ahogado en la garganta. Lilén, que sintió el sobresalto, preguntó:
—¿Pasó algo?
Inara tragó saliva. Su corazón había dado un salto. Estaba casi segura de haber visto un rostro pálido enmarcado en la oscuridad del pasillo. Fue tan solo un segundo. Pensó que podría tratarse de su imaginación y sabía perfectamente que comentar esto con Lilén haría que su hermana no durmiera en toda la noche.
—No, no pasó nada —dijo Inara—. Creo que fue… un pequeño orgasmo tardío, o algo así. Vamos a dormir.
—Okis… que descanses.
—Vos también.
Se besaron en la boca una vez más y así, hechas una amalgama de brazos y piernas, se quedaron dormidas.
¨¨*¨*¨*¨*
La primera noche en la mansión Var Kavian no fue agradable para nadie. Sonidos extraños, murmullos de ramas y hojas en el bosque, sombras inquietas, maderas chirriantes…
Durante el desayuno Lilén comentó que, a mitad de la noche, escuchó pasos en el techo de su habitación.
Inara no los oyó, pero tampoco podría asegurar que su hermana mintiera, ya que el cansancio la venció y durmió profundamente toda la noche.
—Probablemente fueron ratas —le comentó Catriel, mientras tomaba un té. Por suerte Soraya había traído saquitos de té como para todo el año. Acompañaron la infusión con un poco de carne fría que había sobrado de la cena.
—Eso no me tranquiliza ni un poquito —dijo Lilén—. No sé qué me da más miedo, si los fantasmas o las ratas.
—Si quieren pueden cambiar de dormitorio. Yo elegí el nueve —dijo Rebeca. Cada cuarto tenía un número en la puerta, como si se tratase de un hotel—. Está en una esquina de la casa y tiene grandes ventanas en dos paredes, es muy luminoso.
—Yo me quedo con el cinco —dijo Mailén—, porque tiene una estantería para libros y un escritorio donde puedo estudiar.
—Me di cuenta de que todos los dormitorios están en el segundo piso —dijo Inara—, así que si hay ratas en el techo, no podemos dormir abajo. El cuarto tres está bien, no tiene nada especial, simplemente me pareció el mejor conservado. Me lo quedo yo. Si Lilén quiere dormir conmigo, se puede quedar.
—Por ahora me quedo con vos —aseguró su hermana.
—Yo elegí el cuarto siete —dijo Soraya—. El siete es un buen número. Y necesito mostrarles algo que encontré… vengan.
Todos intercambiaron miradas, intrigados. Siguieron a Soraya por el pasillo del segundo piso hasta su dormitorio.
—Ahí, del otro lado de la cama… miren el piso.
—Parece una madera rota —dijo Mailén—. No me extraña, el parqué debe tener tantos años como la casa…
—No está rota —dijo Catriel—. Es un corte demasiado pulcro —se agachó junto al pequeño agujero, debía tener unos quince centímetros de largo, por cinco de ancho—. Es un alijo secreto.
—Wow, eso sí me resulta interesante —dijo Inara, con entusiasmo—. Me encantan los secretos. Me pregunto si habrá pasadizos ocultos y cosas así.
—No te hagas muchas ilusiones, Inara —le dijo su madre—. Esos pasadizos solo están en las películas.
—No es cierto —replicó Soraya—. En el convento en el que yo vivía teníamos varios pasillos secretos. Los construyeron los monjes para escapar de algún posible invasor. Y la gente rica es paranoica por naturaleza… no me extrañaría que hubiera algún otro alijo o pasadizo secreto. ¿Hay algo adentro, Catriel?
—Sí, estoy intentando sacarlo… —luchó durante unos segundos hasta que sacó un viejo trapo lleno de tierra, cuando lo abrió se pudo ver una vieja llave cubierta de óxido.
—Uy… una llave escondida en un alijo secreto. Esto se pone cada vez mejor —dijo Inara—. ¿Qué puerta abrirá?
—Y… deberíamos probar con el único dormitorio cerrado de la casa. —Sugirió Mailén—. ¿Alguien sabe cuál es?
—Es el once —dijo Catriel—. Probé todas las puertas de las habitaciones, y esa es la única que no abrió. Vamos.
Los dormitorios estaban dispuestos en dos grupos de seis. En el ala derecha estaban numerados del uno al seis, tres puertas a cada lado del pasillo, enfrentadas entre sí. En el ala izquierda estaban los números del siete al doce.
El cuarto número once estaba justo frente a la puerta número ocho.
—Yo elegí el doce —dijo Catriel, cuando cruzaron el pasillo—. Quería uno que estuviera cerca de la escalera. Para poder asomarme rápido si escucho algún ruido.
—Qué valiente —dijo Rebeca.
—¿Valiente? —replicó Mailén, con sarcasmo—. Seguramente eligió ese para ser el primero en salir corriendo.
Catriel se limitó a sonreír, ya estaba acostumbrado a las pequeñas bromas de su hermana.
—Además quería estar lo más lejos posible del cuarto de Mailén —añadió. Esto provocó la risita chillona de las gemelas.
Buscó en su cuarto una gran linterna y luego volvió al pasillo. Colocó la llave en la puerta con el número once, la hizo girar una vez, luego otra y… sorprendentemente, la cerradura cedió.
—Abrió! —Exclamó Inara, presa de la emoción—. Abrió! Abrió!
—Tené cuidado, Catriel —dijo Rebeca—, no sabemos qué puede haber adentro.
—Cualquier cosa que haya quedado dentro de este cuarto, ya debe estar muerta —dijo Mailén—. ¿Quién sabe hace cuánto no se abre esta puerta?
—Ay… no —chilló Lilén—. ¿Y si hay un cadáver? No quiero ver…
Catriel encendió la linterna y comenzó a abrir la puerta lentamente. La madera chirrió y tuvo que hacer fuerza para moverla, porque el polvo acumulado y la falta de aceite en las bisagras hacía la tarea muy difícil.
El haz de luz entró en la habitación antes que ellos, y desde el fondo un rostro pálido y mortecino les devolvió la mirada.
Lilén emitió un chillido ahogado que ni siquiera llegó a convertirse en grito, le quedó enroscado en la garganta. Inara estuvo tentada a salir corriendo, pero su inmensa atracción por “lo oculto” la obligó a quedarse.
—¿Qué es eso? Por el amor de Dios —dijo Soraya, con la voz quebrada por el miedo.
—Es un cuadro —dijo Mailén, quien logró superar el miedo y encontró un atisbo de razón—. No se asusten, es solo una foto.
A medida que Catriel fue moviendo la linterna, descubrieron que se trataba de una fotografía en blanco y negro, a escala real, de una mujer. Miraba hacia el frente con el semblante serio, desafiante, y tenía los brazos abiertos y las palmas extendidas hacia adelante. La luz bajó y encontró pechos redondos, macizos y con pezones bien definidos y más abajo se topó con un abundante vello púbico. Siguió bajando y el cuadro llegaba hasta los pies de esa mujer. La mujer estaba completamente desnuda.
—Tenemos que traer una lámpara. Con la linterna no vamos a ver nada, está muy oscuro —dijo Catriel—. Hay una en mi pieza, funciona… anoche le puse un foco nuevo.
Lilén se apresuró a entrar al cuarto de su hermano y pocos segundos después salió con la lámpara, que no tenía tulipa, para que pudiera iluminar más los alrededores. Se la alcanzó a Catriel y él la conectó al tomacorrientes que encontró junto a la puerta. Agradeció una vez más que al menos la luz eléctrica funcionara en esta maldita casa.
Encendió la lámpara y lo primero que descubrieron todas las presentes es que Catriel había escogido un foco bien potente para su lámpara. Fue como si la luz del sol hubiera entrado de pronto en la habitación. Cuando se les acostumbró la vista, se llevaron la segunda gran sorpresa desde que la puerta se abrió.
—Por el amor de Dios, ¿qué es este lugar? —Preguntó Rebeca, tapándose la boca con una mano.
Catriel dio dos pasos dentro de la habitación, dando lugar a que las demás pudieran entrar. La primera en seguirlo fue Mailén. Miraron alrededor, consternados. La escena parecía sacada de una película muy turbia.
Las paredes estaban repletas de fotografías que debían tener entre veinte y cuarenta años, como mínimo. Algunas eran tan grandes como el monitor de una computadora, otras tan pequeñas como una billetera. No había ni un milímetro de pared libre. El piso estaba repleto de cajas de cartón, algunas apiladas sobre otras.
—Ustedes quédense afuera —le dijo Rebeca a las gemelas.
—No, no… queremos ver —insistió Inara.
Al ver las grotescas imágenes que cubrían las cuatro paredes, las gemelas entendieron por qué su madre no quería que entren.
Rebeca se lamentó y por primera vez pensó que había sido un error comprar esta casa.
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