La Mansión de la Lujuria [07]

Capítulo 07.

No subestimes el Monte.

Antes de salir en su aventura, Mailén ensayó dentro de su cuarto cómo sería esquivar ramas, pozos y árboles caídos con varios de sus pantalones. Ninguno le resultaba cómodo, le molestaban en las rodillas o en la entrepierna. Por lo general se sentía orgullosa de ser culona y contar con muslos anchos y bien definidos; pero a veces podían ser un problema. Al final terminó decidiéndose por el micro-short que solo usaba cuando jugaba al voley con sus amigas del club. Era de tela elástica y tan corto que la mitad de sus nalgas quedaban a la vista. Arriba se puso una musculosa muy escotada y sin corpiño. Sus tetas se encargaron de estirar la tela y ella pensó que quizás los pezones se le marcaban demasiado. Sin embargo eso no le importó. Al fin y al cabo, Mauricio y Guillermo ya la habían visto prácticamente desnuda, luego del incidente con el cactus. Si iba a cruzar todo el monte a pie, prefería hacerlo con ropa cómoda y fresca.

Se ató el pelo en una cola de caballo y luego salió por el patio trasero, para no ser vista por su familia. Caminó bordeando el arroyo. Había descubierto que, en algún punto, el flujo de agua llegaba hasta la parte trasera de la casa de Guillermo. Esto le permitiría llegar hasta allí evitando las calles principales del pueblo. No quería que nadie más que los guías la vieran con ese revelador atuendo. Le bastaron unos pocos pasos para notar lo denso que estaba el aire, prácticamente no soplaba viento, hacía un calor de mil demonios y la humedad era asfixiante.

Pudo notar las sonrisas y el intercambio de miradas picarescas de Mauricio y Guillermo cuando la vieron llegar. Mailén era consciente de que su cuerpo podía ser un agradable espectáculo para mucha gente, en especial si estaba vestida de esta manera. A veces podía disfrutar de este tipo de admiración, en especial si sentía que podía sacar una ventaja. Pero en esta ocasión se sintió frágil, vulnerable. Hasta le dio un poco de miedo. Ella era como una blanca y esponjosa conejita ante dos lobos hambrientos que salivaban solo al verla allí de pie, con su pequeña mochila turquesa, el shorcito marcándole la vulba y las tetas estirando la musculosa como si quisieran atravesar la tela con sus pezones.

Rápidamente corroboraron que tuvieran todo lo necesario: machetes, agua suficiente, comida, linternas (por si los agarraba la noche en el monte), cuchillos y algunos elementos de primeros auxilios. Mailén tuvo que reconocer que estos tipos, a pesar de ser unos babosos, también eran profesionales en su preparación. Habían pensado en cualquier posible situación adversa. Incluso llevaban materiales para encender fuego, porque “uno nunca sabe cuándo puede necesitar hacer una fogata”.

«No importa que me miren de esa manera, si se aseguran de que a mí no me pase nada malo en el monte».

Antes de iniciar el viaje tuvo un último momento de cordura y autopreservación: «Mailén ¿de verdad querés hacer esto? Nada te garantiza que esa bruja quiera o pueda ayudar». Estaba aterrada, la maleza era imponente y no podía identificar el origen de los numerosos sonidos que llegaban a sus oídos. Al final decidió avanzar, aunque lo hizo con cierto resentimiento hacia su familia. «Si no creyeran en tantas boludeces, yo no tendría que hacer esto».

El primer tramo fue sencillo, había algo similar a un sendero, con huellas de personas marcadas. Llegaron a un punto en el que el camino se desviaba hacia la izquierda, pero Mauricio le explicó, poniendo la mano en su cintura, que debían ir hacia la derecha.

—Pero acá no hay nada…

Mailén no esperó una respuesta. Ya le habían explicado que no había un camino delimitado que llegara hasta la casa de la bruja. Tuvo que pasar sus pies por encima de un tronco caído y Mauricio no perdió la oportunidad para ayudarla a cruzar. Lo hizo apretando bien su culo, sin ningún tipo de disimulo. Una mano como una garra que estrujó su nalga derecha. La muchacha se llenó de rabia y se sintió miserable. Contaba con esta clase de actitud. Sabía que, después de lo ocurrido, estos tipos aprovecharían cada instante para mandarle mano.

«Esto te pasa por chuparles la pija, pelotuda», se recriminó.

No se atrevió a quejarse en voz alta porque había algo que la asustaba mucho más que los toqueteos: quedarse sola en el medio del monte.

Más adelante Guillermo la ayudó a pasar entre una espesa enredadera y el tronco de un árbol. Mientras atravesaba este portal natural, Mailén pudo sentir cómo dos dedos le marcaban toda la línea de la concha, desde el clítoris hasta el final, ejerciendo una fuerte presión. Se sobresaltó y emitió un leve quejido, luego siguió caminando en silencio, apretando bien las muelas.

—Pasá por acá…

Una mano sobándole la teta.

—Cuidado con el pozo…

Dedos en su entrepierna, acariciándole la concha.

—Vení, yo te ayudo…

Un pellizco en el pezón.

—Agachá la cabeza, las ramas son traicioneras…

Un bulto arrimando su culo.

Llegaron a un estanque circular. Mailén se quedó asombrada, a pesar de lo rústico e implacable de la naturaleza, el sitio era precioso. Imaginó que si cortaban los yuyos alrededor podría ser un bonito espacio recreativo. A pocos metros de ella vio una piedra grande que había sido cortada de forma artificial.

— ¿Qué es esto?

—Ah, eso… pretendía ser una mesa —explicó Guillermo, sin mucho interés—. Los Val Kavian querían construir una choza junto al estanque y esa piedra iba a ser una mesa de jardín.

Mailén se acercó y notó que sobre la mesa había dibujos extraños marcados en relieve y pintados de negro.

—La estaban decorando —dijo Mauricio—. Nunca terminaron el proyecto.

La chica se preguntó si ella y su familia podrían continuar con esa construcción. Podría elevar mucho el precio de la casa.

—¿Saben hasta dónde llega la propiedad de los Val Kavian? —Preguntó Mailén.

—Eso es muy fácil —Guillermo sacó de su bolsillo un mapa un tanto extraño. Cuando Mailén lo miró por encima de su hombro descubrió que se trataba de la impresión en una sencilla hoja A4 de una captura de Google Earth—. Los Val Kavian eran dueños de toda la isla.

—¿Esto es una isla? Pensé que era algo similar a una península, rodeada por ríos.

La pregunta fue retórica. La imagen mostraba claramente una isla en el centro del río Paraná. Alguien había escrito con un marcador negro que la orilla opuesta a la isla, en el Oeste, era Santa Fe. Al Este se encontraba Entre Ríos y en el norte se podía ver el comienzo de la provincia de Corrientes. La isla estaba casi en la triple frontera con las tres provincias. La Mansión Val Kavian se encontraba en la orilla del Este y el estanque figuraba, como un círculo casi perfecto, en el centro de la misma.

—Nosotros tenemos que llegar hasta acá —dijo Mauricio, señalando el extremo norte de la isla—. Ahí vive la bruja.

—Pero ahí no hay nada…

La imagen satelital mostraba solo vegetación en esa zona.

—No se puede ver desde arriba, porque la tapan los árboles. Pero la casa está ahí.

—Bueno, entonces sigamos… sino no vamos a llegar nunca.

Mailén calculó, con horror, que habían recorrido apenas una cuarta parte de la distancia total (solo de la ida, luego deberían volver) y ya tenía varios raspones en las piernas y las zapatillas llenas de barro.

Si el estanque fuera un reloj, ellos entraron en el seis, lo bordearon en el sentido contrario de las agujas y salieron en el tres; hacia el norte.

Los manoseos no tardaron en regresar. Mailén descubrió que ya no le molestaban tanto, aunque estaban lejos de gustarles. Ya los estaba viendo como una forma de pagarle a sus guías por no dejarla abandonada en este sitio que para ella representaba el terror en estado puro.

Cada rama que crujía o cada movimiento de las hojas de un árbol la ponía en máxima alerta. Hasta el momento sólo había visto unos patos sobrevolando la zona y un carancho posado en una rama, a unos cinco metros de distancia. Ese bicho de pico imponente y mirada sagaz sí la asustó; pero sus guías le explicaron que los caranchos son aves de rapiña, no buscan presas vivas. Si no se los molesta, son inofensivos. Y ella no tenía intenciones de molestarlo.

A esta altura avanzaba con la mano de Mauricio permanentemente en una de sus nalgas, acariciándole la concha con la punta de los dedos, y Guillermo cada vez que podía le agarraba una teta. A veces incluso metía la mano dentro de la musculosa. Al principio a Mailén le molestó que sus pezones quedaran a la vista; pero después dejó de prestarle atención a este detalle.

Le daba bronca reconocer (mentalmente, porque no lo diría en voz alta) que esos toqueteos la hacían sentir protegida. Era como avanzar con dos celosos guardaespaldas. «Toquen todo lo que quieran, pero no me dejen sola acá…», pensó mientras esquivaba una rama. Guillermo, que llevaba un buen rato sin tocarle la parte baja, aprovechó para meter la mano dentro de su short, por la parte de adelante, y le acarició la concha directamente. Mailén se detuvo en seco, cerró los ojos y respiró con la boca abierta. Estaba mojada y cuando sintió la presión en su clítoris, soltó un gemido. Esto la puso en evidencia. Ahora los tipos sabían que habían logrado excitarla… aunque fuera una excitación que a ella le disgustaba muchísimo. Odiaba que esos toqueteos tuvieran ese efecto en ella; pero no podía evitarlo.

Mauricio atacó una de sus tetas, liberándola por completo de la opresión de la musculosa, y la apretó mientras le arrimaba el bulto en la cola. Guillermo fue más lejos, le metió un dedo en la concha y comenzó a masturbarla. Ella se quedó quieta, como una presa ante un depredador. Su mano derecha tocó algo, era la verga de Mauricio, que ya estaba dura. Casi al instante, su otra mano hizo contacto con el miembro erecto de Guillermo.

«Te van a coger, boluda… ¿por qué viniste? Ahora te van a pegar tremenda cogida en el medio del monte, y no vas a poder hacer nada para evitarlo», se maldijo mentalmente. Otra voz en su cabeza le decía: «Tranquila, tranquila… no te van a coger. Solo están cobrándose el trabajo como guías. Van a tocar un poco y después podemos seguir viaje».

Guillermo empezó a chuparle la teta izquierda y Mauricio la besó en el cuello. La estimulación que estaba recibiendo su concha era tremendamente efectiva. Hubo un intercambio de manos dentro de su short, ahora era Mauricio el que la masturbaba. Mailén agarró ambas vergas y comenzó a pajearlos lentamente. No tenía intenciones de brindarle placer a estos aprovechadores, lo hizo porque al tenerlos bien sujetos podía controlar hacia dónde apuntaban esos miembros viriles.

Mantuvo los ojos cerrados y soportó estas intromisiones a su intimidad con la culpa de estar sintiendo una excitación sexual creciente. Para ella sería más fácil decir que no le agradaba ni un poquito lo que estaba ocurriendo. Que su concha se estuviera mojando tanto, que el pulso se le acelerase de esa manera y que sus manos se cerraran con fuerza en las dos vergas la hacían sentir vergüenza de sí misma.

Por suerte esta tortura psicológica se terminó en pocos minutos, los hombres la soltaron y siguieron avanzando como si nada hubiera pasado. Ella intentó seguirles el ritmo y se acercó a ellos tanto como pudo, aún sabiendo que volvería a sentir dedos hurgando entre su escote y sus nalgas. Prefería esto a quedar expuesta a los peligros de la naturaleza. ¿Y si un yaguareté aparecía detrás de ese árbol? ¿Y si una enorme araña caía en su hombro? El solo pensar en esto le ponía la piel de gallina.

Por andar tan preocupada, no vio la raíz de un árbol y se fue de boca al piso. Cayó con todo su cuerpo sobre el barro húmedo, hasta su cara quedó cubierta, como si se hubiera hecho un tratamiento de belleza. Se sintió estúpida y creyó que los guías se reirían de ella; pero esto no ocurrió. Se apresuraron a ayudarla y le preguntaron si estaba bien. Revisaron su cuerpo con profesionalismo, buscando cualquier herida expuesta. Le repitieron varias veces que debía tener cuidado al pisar porque el terreno es traicionero y cualquier herida en el monte se puede infectar muy rápido.

Cubierta por el barro de pies a cabeza, la guiaron hasta la orilla del río. Ella aún estaba aturdida y le costaba caminar, no porque el cuerpo le doliera, sino por la vergüenza que sentía. Prefería quedarse sentada bajo un tronco y llorar como una boluda. No lo hizo porque Guillermo y Mauricio comenzaron a lavar su cara con el agua del río. Ella los dejó hacerlo, como si estuviera sumergida en un trance. Solo reaccionó cuando uno de los hombres dijo:

—Tendrías que sacarte la ropa… para lavarla.

Mailén reflexionó sobre esto. «¿Me lo dirán porque son unos degenerados y solo quieren verme desnuda?». Después se dio cuenta de que si esa fuera la intención, podrían lograrlo de otra manera. Quizás simplemente diciéndole: mostranos la concha, pendeja, así nos pagás por el viajecito.

Se apartó unos metros de ellos y se despojó de toda su ropa. Sus tetas estaban cubiertas por el barro, pero cuando se quitó el mini short los guías le quedó una marca bien definida, como la marca que queda después de tomar mucho sol y quitarse el bikini. Su concha quedó completamente expuesta y se sintió como una imbécil, desnuda en el medio de la nada.

—Pasanos la ropa, así la lavamos —le dijo Guillermo.

Se la arrojó a los dos hombres, cada uno empezó a lavar una prenda, sin quitarle los ojos de encima. Ella lavó su cuerpo en el río y descubrió que estar desnuda al aire libre era… extraño. Vergonzoso, sí; pero al mismo tiempo tenía algo agradable. Con el agua del río bajando entre sus pechos se sentía erotizada, en especial porque los pezones se le pusieron muy duros. Acarició su vagina y recibió una potente descarga de placer en todo su cuerpo. «Dios… qué me pasa?».

—Mailén… Mailén… salí de ahí… Mailén…

Volvió a la realidad y se encontró con Guillermo y Mauricio haciéndole señas y hablándole con susurros.

—Despacio… vení para acá…

—Por qué? qué pasa? —se puso muy tensa, los tipos parecían muy asustados.

—Acercate lentamente… no, no… por ahí no… por ahí no. Da la vuelta…

Miró hacia abajo y vio un tronco caído. Solo tenía que pasar sus pies del otro lado, era el camino más rápido para acercase a ellos. No entendía por qué…

Levantó el pie y el tronco se sacudió. Vio una larga cola y una inmensa boca llena de dientes.

El corazón se le subió a la garganta. Soltó un agudo grito y empezó a correr en dirección contraria, despavorida. Sin ver por dónde iba o dónde pisaba. Lo único que había en su mente era la palabra yacaré.

Siguió gritando sin poder creer en lo cerca que estuvo de pisar a un primo hermano de un cocodrilo. Creía que este animal la estaba persiguiendo y que ella debía correr hasta el infinito, y estaba dispuesta a hacerlo; pero alguien la sujetó con fuerza del brazo. Era Mauricio.

—Ya está… ya está. No pasa nada. No sigas corriendo —el hombre estaba agitado y muy transpirado—. Ya pasó… toma, acá tenés un poco de agua. Sacó la cantimplora de su mochila y se la ofreció.

Mailén todavía estaba en shock. No movió ni un músculo, solo miró al hombre con los ojos desencajados.

—Ya no hay peligro —le repitió—. Si tomás un poco de agua te vas a tranquilizar. No pasó nada. Los yacarés no son agresivos… si uno no los molesta.

Y ella estuvo a punto de pisarlo.

—Parecía un árbol caído —dijo, agarrando la cantimplora. Tomó agua en abundancia, tenía la garganta seca.

—Sí, se camuflan muy bien con el entorno. Por eso hay que prestar atención, en especial cerca de las orillas.

Guillermo se unió a ellos y le repitió a Mailén que el peligro ya había pasado. Que si ella quería podían regresar, o bien seguir adelante.

Mailén miró su cuerpo completamente desnudo, al menos ya estaba limpia.

—¿Dónde está mi ropa?

—Acá… —dijo Guillermo—, pero no la podés usar mojada. Te puede hacer mal. Hay que esperar a que se sece.

—Y qué voy a hacer? Caminar desnuda? —Los hombres guardaron silencio. La respuesta era obvia—. Ay, no… la puta madre. No, no, no…

—Al menos acá no te va a ver nadie. ¿Querés volver a tu casa? —Le preguntó Mauricio.

—No, ya es tarde para eso. Después de lo que pasó, prefiero seguir adelante. Cuando llegue a la casa de la bruja me pondré la ropa un ratito, después me la saco.

Evitó decir alguna tontería como: “no me miren” o “no me toquen”. Obviamente la iban a mirar, era imposible no hacerlo. Si la habían tocado con la ropa puesta, ahora que estaba desnuda sería aún peor. Mailén suspiró y pensó que quizás eso fuera lo mejor. Tener a esos hombres cerca era lo único que la hacía sentir segura.

—Vamos —le ordenó a sus guías—. Y por favor, no me suelten. No quiero volver a caerme.

«Sí, sí… toquen todo lo que quieran, ya fue; pero no me suelten», pensó, resignándose a perder lo poco que le quedaba de orgullo. Ahora conocía el peligro real. Ya no eran sueños ni delirios. Ese puto yacaré fue tan real como los mosquitos que la estaban picoteando.

—Si vamos a seguir adelante, tenemos que apurarnos —dijo Guillermo—. Porque el camino es largo y después hay que volver.

Colgaron la ropa de Mailén a los lados de su mochila, para que se secara. Ella comenzó a caminar desnuda y ahora que estaba recuperando la calma, le parecía ridículo, hasta gracioso, ir con la concha al aire en medio del monte. Más que estos tipos, que ya le habían tocado todo, nadie más podía verla. Esto, que a otra persona debería transmitirle inseguridad, para ella tuvo el efecto contrario. Le dio valor.

El dedo que se metió entre sus labios vaginales la hizo suspirar. No sabía quién de los dos era, porque tenía uno a cada lado y ambos la guiaban mientras le manoseaban el culo. Sin embargo esa intromisión a su concha esta vez no le molestó. Hasta se quedó quieta durante un par de segundos, permitiendo que el dedo hiciera una exploración más profunda.

Poco después Guillermo le agarró una teta y Mailén se sorprendió a sí misma al mirarlo a la cara y sonreírle, casi como si dijera: “Hey, me gustó eso”.

—Este lugar me da mucho miedo, pero hay que admitir que tiene su encanto.

Sus pasos se volvieron más seguros. Los movimientos en la maleza ya no la asustaban tanto. Un árbol caído le pareció justamente eso, solo un árbol. Era imposible que ese, en particular, fuera un yacaré.

Perdió la noción del tiempo y la dirección. Se preguntó cómo harían Guillermo y Mauricio para conocer el camino correcto. Podrían estar dando vueltas en círculo y ella no notaría la diferencia.

Si Mailén quería cruzar un pozo o una rama caída, alguno de los guías aprovechaba para acariciarle la entrepierna desde adelante. Si cruzaba por espacios reducidos, una mano se apoderaba de una de sus tetas y otra de sus nalgas. Los dedos en su concha entraban y salían a cada rato. Los pellizcos en los pezones ya eran tan comunes que dejó de prestarles atención.

«¿Qué me está pasando, carajo?». La respuesta era obvia. No quería admitirla, por supuesto. La voz de su conciencia se encargó de dejárselo en claro: «Te excita andar desnuda en exteriores, Mailén. Es hora de que lo reconozcas».

Probablemente por eso el desagrado por los toqueteos desapareció, para convertirse en algo ligeramente disfrutable. Su corazón latía a un ritmo agradable cada vez que un dedo se colaba dentro de su vagina. El saber que su familia no podía verla comportarse de esta manera, la hacía querer explorar más de estas sensaciones. Avanzaba más lento cuando sentía dedos hurgando en su cuerpo. A veces hasta se detenía completamente. Permitía que la masturbaran un rato.

En una ocasión Mauricio se arrodilló frente a ella. Entendió cuál era su intención. Levantó una pierna, sin que se lo pidieran, y permitió que ese tipo le chupara la concha. Mientras lo hacía, Guillermo le sobó las tetas. Ella lo miró y él la besó en la boca. Se dejó. El bigote le hizo cosquillas. Tener sus dos labios estimulados al mismo tiempo la hizo elevarse de placer. Luego de un par de minutos, continuaron viaje.

Los dos guías avanzaban con la verga fuera del pantalón y ella no tenía problemas en tocarlas ocasionalmente. A veces hasta permitía que se la arrimaran un poco entre las nalgas, o que el glande se posara sobre sus labios vaginales. Nunca intentaron ir más lejos; pero sí se llevó unas buenas frotadas.

Se dio cuenta que el trayecto ya no le parecía tan amenazador ni incómodo. Había tanta vegetación como antes, pero ya sabía que si se mantenía flanqueada por sus guías, las ramas ni siquiera arañaban su cuerpo.

—Acá está —le dijeron en lo que a ella le pareció un punto aleatorio del monto—. Esta es la casa de la bruja.

—No veo nada.

—Es que estamos en la parte de atrás…

Guillermo señaló una gran enredadera. Al acercarse más Mailén notó que la vegetación cubría toda la pared. El techo era a dos aguas y un arbolito inclinado, de ramificaciones grotescas, crecía en uno de sus extremos.

—Debería vestirme.

—No creo que a la bruja le moleste verte desnuda —dijo Mauricio—. Por acá es casi como una doctora, ya está acostumbrada a ver gente sin ropa. Basta con explicarle la situación.

—Igual, no creo que sea necesario —dijo Guillermo, después de golpear una puerta desvencijada—. Me parece que no hay nadie.

—A ver, golpeá otra vez —pidió Mailén.

Repitió la acción varias veces. Golpeó fuerte, la casa era muy pequeña, era imposible que su inquilino no escuchara nada. Mauricio miró a través de una ventana de vidrió, estaba cerrada pero el interior era perfectamente visible.

—No hay nadie.

—Ay, no… no puede ser. No me digan que todo el viaje fue inútil.

—Podríamos esperar —sugirió Guillermo—. Quizás no fue muy lejos.

Se quedaron a pocos metros de la entrada, el piso allí era de tierra y se notaba que la inquilina debía luchar a diario contra el avance de la vegetación. Mailén no sabía si debía buscar un lugar para sentarse o quedarse parada. Sus guías se encargaron de resolver ese dilema. Se acercaron a ella por ambos lados y volvieron a toquetearla.

«Bien, parece que ahora se van a entretener con vos hasta que llegue la bruja».

«¿Y eso te molesta?»

Ella misma buscó a tientas las vergas, las sacó del pantalón y las manoseó hasta que se pusieron duras.

Ni sentada ni parada: arrodillada.

Tragó las dos vergas con total soltura, disfrutándolo. Mantuvo sus piernas algo separadas, le gustaba esa sensación de no esconder la concha estando a la intemperie. La agarraron de los pelos y la hicieron tragar primero un falo, luego el otro. Ella lo permitió. La saliva que se acumuló en su boca permitió lubricar muy bien esas vergas. Mientras le daba chupones al glande de Guillermo tuvo su primera recriminación interna.

«Qué petera que sos, nena… ¿no te podías aguantar? ¿Cómo es esto de andar chupando dos pijas en el medio del monte? Ni la más puta de tus amigas haría una cosa así».

Y esos pensamientos, en lugar de hacerla frenar, solo consiguieron que ella chupara con más énfasis. Casi hasta atragantarse con las pijas. Las arcadas tampoco la detuvieron, podía controlarlas, no eran tan graves e incluso la erotizaban. La hacían sentir como una actriz porno. Nunca tuvo la fantasía de actuar en una película porno; pero se preguntó muchas veces qué sentirían esas chicas al filmar tantas escenas sexuales. Porque coger es coger… y algo debía provocarles. Ni siquiera la primera vez que le chupó la verga a estos dos tipos pudo mantenerse totalmente distante, y eso que esa vez lo hizo sin mucha convicción. Ahora que había empezado a chupar por voluntad propia, sentía un hormiguero de pasiones arremolinándose en la boca de su estómago.

En el monte es difícil llevar una noción del tiempo. Mailén no sabría decir cuánto tiempo estuvo chupando esas vergas. Se detuvo cuando Mauricio dijo:

—Parece que la bruja no va a volver.

—Entonces se fue a la ciudad, en lancha… quizás no vuelva hasta dentro de unos días.

—Unos días? —Preguntó Mailén, limpiando su boca con el dorso de la mano—. No podemos esperar tanto. No puede ser… todo este viaje en vano. ¿Y ahora qué voy a hacer?

—Podrías dejarle una nota —dijo Mauricio, encogiéndose de hombros—. Por acá acostumbramos a comunicarnos con notas escritas, si alguien no está en casa.

Mailén se sintió estúpida. Estaba tan acostumbrada a dejar mensajes de texto en celulares que la opción de escribir un papel ni siquiera se le pasó por la cabeza.

«Necesitamos tu ayuda. Estamos desesperados. Algo raro pasa en la mansión Val Kavian».

Firmo la nota y la deslizó por debajo de la puerta. No le entusiasmaba este método, hubiera preferido hablar en persona con la bruja; pero ya no podía hacer nada más.

—¿Creen que nos ayudará?

—Estoy seguro de que sí —comentó Guillermo—. Sabe que si algo pasa en la mansión, eso va a afectar a todo el pueblo tarde o temprano. ¿Y a quién van a joder si eso pasa?

—Entiendo. Le conviene hacerse cargo del asunto lo antes posible.

Eso le dio un poco de esperanza. Cruzó frente a la ventana y se vio reflejada en el vidrio. Le parecía surrealista estar completamente desnuda, con su mochila y sus zapatillas. Se mordió el labio inferior y una pícara vocecita en el fondo de su cabeza dijo: «Ojalá la ropa tarde en secarse». Sintió mariposas en el estómago. Estaba descubriendo algo nuevo, algo que la volvía completamente loca. Nunca se le había pasado por la cabeza que andar desnuda pudiera excitarla tanto. Aunque esas tardes tomando sol en topless quizás fueron algo premonitorias.

Emprendieron el camino de regreso. Mailén se mostró más animada cuando empezaron los toqueteos. Avanzaban a ritmo muy lento, porque a veces ella misma proponía frenar, sin decir una palabra, y dejaba que sus guías exploraran su cuerpo a voluntad. Incluso llegó a sentir algún que otro dedo hundiéndose en su culo. Esto, para su sorpresa, le agradó. Ahora estaban yendo más lejos, eran más atrevidos.

Frenaron junto a un gran árbol en el que ella apoyó sus manos y permitió que Mauricio la masturbara enérgicamente. Se quedó con la cola parada, recibiendo dedos en su concha, gimiendo a todo volúmen. Total, en el monte nadie podía escucharla.

Luego se dio vuelta y flexionó las rodillas, pero sin apoyarlas en el suelo. Con las piernas bien abiertas y la concha totalmente expuesta, chupó las dos vergas.

«¿Te gusta, puta? ¿Te gusta? ¿Te gusta tragar pija?». Decía esa voz en su cabeza. No se animaba a responderle, porque la respuesta era muy humillante.

Pasados unos minutos, siguieron viaje. También siguieron los manoseos. No era raro que cada pocos metros ella apoyara sus manos contra un árbol, separa las piernas, y dejara la cola bien levantada, para que le mandaran dedo. Y se abría las nalgas con ambas manos cuando esos dedos iban directo a su culo. Le dolía tanto como le generaba placer.

«¿Por qué estoy tan puta? —Pensó, mientras Guillermo le metía dos dedos por el culo—. ¿Será que este lugar tiene algo especial?». Su mente científica no le permitía creer en esas boludeces. Sin embargo, no podía negar que su comportamiento no era normal. Era muy extraño que se sometiera a semejante humillación sexual… aunque ésta no era la primera vez.

Besó a ambos hombres en la boca, volvió a chuparle las pijas y se preguntó si en algún momento la penetrarían. La arrimaron un montón de veces, tanto que su concha estaba completamente húmeda. Pero en ningún momento intentaron metérsela. Esto le pareció raro. Sabía el efecto que causaba en los hombres. Ella es “un rico caramelito”. ¿Por qué no se la estaban cogiendo?

«¿Y vos los dejarías cogerte? ¿A los dos?».

No lo sabía; pero tampoco se le había presentado la oportunidad para decidirlo. Incluso cuando creyó que esos arrimones llegarían más lejos, los glandes nunca se aventuraban hacia el interior de su concha. Solo se quedaban en la entrada, acariciando sus labios.

Después de largo rato llegaron a una zona conocida: el estanque circular.

—Uf, me duelen los pies. Estoy muy cansada.

Mailén se sentó sobre la mesa de piedra. Miró al cielo y se dio cuenta que ya estaba oscureciendo. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que iniciaron el viaje?

—Ya que estamos acá, podemos descansar un poco —dijo Guillermo.

—Y de paso podemos darte una linda sorpresa —agregó Mauricio.

—¿Ah sí? Qué suerte tienen… porque yo estoy de buen humor para las sorpresas —abrió las piernas y se acarició la concha—. ¿Qué tienen en mente?

Esa noche Mailén no regresó a su casa.


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